EN cumplimiento de la Directiva Marco del Agua, en toda Europa estamos inmersos en la elaboración de los nuevos planes de gestión del agua en unos momentos de grave crisis financiera, económica, social y ecológica, de la que algunos de los principales problemas que afectan al agua son expresión directa. Las presiones que padecen los ecosistemas acuáticos han alcanzado, en muchos casos, un nivel preocupante: buena parte de nuestras aguas presentan un grave deterioro, con el consiguiente empobrecimiento de los servicios que prestan al bienestar humano. El cambio climático ya está manifestándose en perturbaciones del ciclo hidrológico, dando lugar a alteraciones de la calidad y a reducciones significativas de las aportaciones hídricas en las cuencas hidrográficas .
En estas condiciones, la conservación y restauración de los ecosistemas acuáticos son objetivos ya impostergables, como establece el actual marco legal europeo. Tomarse en serio estos objetivos exige una reorientación de las prioridades de la política del agua, cuyo requisito previo es frenar el deterioro de los ríos y acuíferos. Por este motivo, el planteamiento de los límites del incremento del uso del agua, de la presión sobre los ecosistemas acuáticos, emerge con fuerza como un tema clave en la nueva política del agua y más concretamente en los planes hidrológicos actualmente en elaboración.
Los márgenes de aumento de la eficiencia y de ahorro en los usos urbanos, industriales y agrarios del agua son muy elevados. Uno de los principales retos actuales es aplicar los recursos que se liberan por modernización de sistemas de abastecimiento y riego a la recuperación de la calidad de los ríos y acuíferos, con la consiguiente mejora de los servicios que prestan a las sociedades humanas. Por su parte, las nuevas tecnologías de tratamiento y depuración están permitiendo intensificar procesos de reciclaje e introducir en el ciclo de usos las aguas residuales, salobres y salinas, que aportan nuevos recursos disponibles. Estas tecnologías, sin embargo, no pueden ser una trampa para intensificar el crecimiento y acabar de desconectar el desarrollo territorial de los condicionantes y límites naturales.
Las cuestiones relacionadas con la ética y la equidad adquieren una importancia crucial en los debates sobre el agua. Existe un nivel básico de derecho al agua, el agua vida, el agua que necesitamos para mantener funciones vitales, abastecimientos domésticos básicos y la salud de los ecosistemas. Los niveles y las condiciones del agua vida constituyen el objeto de lo que se entiende por derecho humano al agua, cuya satisfacción no debe condicionarse a criterios de eficiencia o racionalidad económica.
El acceso a una dotación de agua doméstica suficiente tiene y puede ser un derecho garantizado, independientemente de la capacidad de pago de la población. Pero más allá de los recursos necesarios para cubrir las necesidades vitales, las sociedades modernas nos hemos dotado de servicios de abastecimiento y saneamiento domiciliario de cobertura universal, en cuya gestión es necesario aplicar criterios de eficiencia y de responsabilidad ciudadana. En la gestión del agua urbana venimos aceptando como normal y deseable, por ejemplo, la idea de la tarificación progresiva: los que más consumen pagan más por unidad consumida. Por otra parte, la buena administración y la eficiencia no están reñidas con la gestión pública. Por el contrario, el mantenimiento de estos criterios de buena administración aconseja rechazar la mercantilización y la privatización de estos servicios: la experiencia internacional acumulada recomienda la defensa de modelos de gestión pública eficiente, participativa y bajo control social.
Además de cubrir esas necesidades vitales y esos abastecimientos domésticos, el 90% de los recursos disponibles se usan como un factor de producción en actividades económicas agrícolas, industriales o terciarias. En todos estos casos, el uso del agua requiere responsabilidad y racionalidad económica. Todavía existe un alto nivel de subvención pública para actividades privadas lucrativas, que no deben confundirse con el ámbito de los derechos humanos o ciudadanos. Por no hablar del grave problema del descontrol e ilegalidad que rodea con frecuencia estos usos productivos, sobre todo en lo que se refiere a la extracción de aguas subterráneas y a los vertidos de aguas residuales a los cauces.
Ya hace tiempo que está fuera de cuestión que los problemas del agua son inseparables de los procesos territoriales, urbanísticos, agrario-forestales, industriales y energéticos. Una de las condiciones de partida de los nuevos planes es la de plantear sus diagnósticos y propuestas en directa conexión con los agentes sociales implicados y con las administraciones competentes en todos esos campos. Pero, además, es imprescindible incorporar las dimensiones, culturales, patrimoniales, paisajísticas y de identidad colectiva que implica el agua. Por todo ello, los condicionantes de la conservación de los ecosistemas y los paisajes del agua deben constituir puntos de referencia fundamentales de la política territorial. Los responsables del urbanismo, agricultura, industria, turismo y energía tienen que estar directamente implicados en la elaboración de los nuevos planes, pero los condicionantes del agua deben de respetarse mucho más que hasta ahora lo han sido por estos sectores.
La complejidad, las incertidumbres, la dimensión ética y emocional del agua, los riesgos implicados y la multiplicidad de actores motivan que los enfoques tecnocráticos convencionales sean insuficientes para abordar los problemas del agua: es imprescindible impulsar las visiones integradas, la transparencia y la participación social activa en la producción compartida de conocimiento y en la gestión y la evaluación de los procesos de decisión.