Agua, PIB y agricultura
Francesc Reguant
Economista
Un reciente informe del Observatorio del Agua de la Fundación Botín constata que la agricultura española es el principal sector consumidor de agua con casi el 85% del total, pero en cambio tiene una importancia relativamente menor para la economía (2,3% del PIB en el 2009). En la misma dirección, un informe de la Agencia Catalana del Agua compara el consumo de agua con la importancia del valor añadido bruto (VAB) de cada sector. De la comparación se deduce un desequilibrio entre usos y generación de riqueza, evidenciándose que el agua destinada a la agricultura no ofrece un retorno. Se trata, sin embargo, de una argumentación inadecuada.
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Información publicada en la página 8 de la sección de Opinión de la edición impresa del día 15 de abril de 2013 VER ARCHIVO (.PDF)
Carece de rigor comparar la importancia económica de la agricultura con el valor del PIB de la actividad directamente agraria. La alimentación ocupa aproximadamente un 22% de nuestro gasto, lo cual significa que la actividad agraria da sentido a un 22% de nuestra producción en forma de diversas actividades (transformación, distribución, transporte, servicios veterinarios, inspectores de sanidad, maquinaria agrícola, fitosanitarios, alimentación animal y otros servicios de carácter general, dentro de un largo etcétera), actividades que sin la agricultura dejan de tener sentido. Dicho en otras palabras, la agricultura es la base de cerca de una cuarta parte de nuestra economía.
Asimismo, no es cierto que la agricultura consuma el agua que se le imputa puesto que buena parte del agua de riego vuelve a los acuíferos y es utilizable para otros usos. Tampoco es cierto que la agricultura la consuma, puesto que en realidad el destinatario no es otro que el consumidor final en forma de alimentos. El agua es la materia prima de la agricultura. ¿Alguien discute que las centrales nucleares consuman la mayor parte del uranio? ¿O que la industria siderúrgica consuma la mayor cantidad de hierro? Hierro que, como los alimentos, termina en manos del consumidor final.
La alimentación es un bien esencial, imprescindible. Después del aire que respiramos el alimento es la primera necesidad. ¿Alguien podría encontrar coherente que nos despreocupáramos de la calidad del aire argumentado que aporta un 0% al PIB del país? ¿O que abandonásemos las inversiones en energía ya que esta solo aporta algo menos del 3 % del PIB?
Disponer de alimentos es una prioridad estratégica que habíamos olvidado en épocas de vacas gordas, pero hoy a las vacas se le empiezan a marcar los huesos. La FAO afirma que en los próximos 30 años el mundo deberá incrementar la producción de alimentos un 70 % para alimentar a una población que crece y come cada vez mejor, además de contar con la competencia creciente de los biocombustibles. De hecho, las tensiones en los mercados alimentarios ya han comenzado, la soja en seis años prácticamente ha triplicado su precio y el trigo casi lo ha doblado. Puesto que somos un país dependiente de alimentos básicos (cereales y soja), cada vez que estos incrementan su precio nosotros pasamos a ser más pobres. Por tanto, mejorar el abastecimiento de alimentos debe contar entre las prioridades estratégicas de futuro, pero ello implica disponer de dos herramientas: tecnología y regadío. En concreto, el regadío multiplica por siete los rendimientos directamente agrícolas, con un efecto exponencial en creación de riqueza en su entorno, en otros sectores industriales y de servicios.
En el nuevo escenario del siglo XXI la disponibilidad de recursos naturales y su óptimo aprovechamiento será la clave de la riqueza. Ante este reto, optimizar los potenciales de regadío es una inversión esencial. Lo cual no desdice de la imprescindible prioridad de su modernización garantizando el mejor aprovechamiento del agua.
En resumen, es preciso volver al rigor de los argumentos. Por una parte, debemos observar que la severa crisis que vivimos ha tenido una columna sólida en la agroalimentación, que ha mostrado su carácter anticíclico y ha aguantado con firmeza una parte importante de nuestra economía. Por otra, nos debilita la dependencia del exterior de unos alimentos básicos sometidos a fuertes tensiones oferta-demanda con precios volátiles y en tendencia estructural creciente. Ello da cuenta de la necesidad de sostener un adecuado grado de autoabastecimiento alimentario para garantizar la estabilidad y la independencia de la economía. En consecuencia, ningunear la importancia estratégica de la agricultura es una manifestación de soberbia que nos acerca a más dificultades. En esta dirección, la incomprensión que acompaña a menudo la extensión y mejora de regadíos dificulta la adopción de las actuaciones precisas. Debemos, por tanto, revisar imágenes y conceptos que irresponsablemente hemos categorizado como verdades.
Vicepresidente de la Institució Catalana d’Estudis Agraris