Durante más de 40 años de actividad profesional y política, son muchas las ocasiones en las que he tenido relación con temas de agua y, en todas ellas, los términos «cuenca hidrográfica» y «unidad de cuenca» fueron referencia permanente y de aceptación unánime, como principios básicos para la gestión solidaria e integral del recurso. Siempre he estado plenamente convencido de que el concepto de «cuenca hidrográfica», como unidad de gestión indivisible para la administración del agua, no fue producto casual de una idea feliz de los regeneracionistas. Ya en el siglo XIX Joaquín Costa impulsó este concepto al que la dictadura de Primo de Rivera le dio soporte institucional mediante las Confederaciones Sindicales Hidrográficas. Más tarde, el ingeniero Lorenzo Pardo contribuyó decisivamente a darle implementación técnica y la II República, siendo Indalecio Prieto ministro de Obras Públicas, diseñó un soporte legal, vigente hoy en los artículos 14 y 16 del Texto Refundido de la Ley de Aguas. De este modo, el concepto de cuenca fue, por el contrario, una elaborada respuesta a la compleja relación agua y territorio, que considera el agua como factor de producción y elemento esencial en la configuración, ordenación y desarrollo territorial.
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La unidad de cuenca en la gestión del agua viene siendo consagrada en nuestro país desde hace más de un siglo por la práctica administrativa y por la legislación, con independencia del color político gobernante en cada época. Ha merecido su inclusión en la Carta Europea del Agua de 1968, el aval unánime de los usuarios, la aceptación de la práctica totalidad de colectivos conservacionistas y la Directiva Marco del Agua (DMA) la incorpora como modelo a implantar en los estados de la Unión Europea. Y sería paradójico que cuando la UE asume un modelo de gestión, de patente española y universal aceptación, éste dejara de aplicarse en la administración del agua en nuestras cuencas. Paradójico y preocupante, a la vez, en la medida que, al romper la unidad de cuenca, la gestión pierde la perspectiva unitaria y de servicio al interés general y, en consecuencia, deja de garantizar el irrenunciable principio de solidaridad. Perspectiva y gestión unitarias que son difíciles de mantener cuando se parcela la delimitación natural de la cuenca en subcuencas o distritos, y que, en la práctica, resultarían imposibles de conseguir si, a la división territorial, se le sumara la concurrencia de gestores con criterios y legislaciones distintos, cuando no contradictorios. De ahí el gran acierto de nuestra Constitución al declarar, en su artículo 149.1.22ª, que el Estado tiene competencias exclusivas en «la legislación, ordenación y concesión de recursos y aprovechamientos hidráulicos cuando las aguas discurran por más de una Comunidad Autónoma». Es decir, cuando se trate de cuencas intercomunitarias el Estado es el garante de la unidad de cuenca, dado que cualquier actuación o determinación legal en la gestión de las aguas afecta a todos los territorios de las distintas comunidades por las que discurren. Precisamente es esta afectación a la totalidad la que da sentido al concepto de cuenca, como unidad ecológica y funcional, y justifica la exigencia de su gestión unitaria, como mejor instrumento para un uso eficiente y sostenible del recurso, garantizando la solidaridad entre los diferentes territorios. No debemos olvidar que la emisión de vertidos en un punto, el mantenimiento de caudales ambientales, las restricciones en la explotación de acuíferos estratégicos o los usos y consumos en un determinado tramo, tienen sus repercusiones directas en la totalidad de la cuenca. Del mismo modo, una revisión de concesiones y reasignación de recursos que no se haga con criterios uniformes o no contemple el conjunto de la cuenca, generaría agravios y legítimas reivindicaciones.
Así pues, en mi opinión, el mantenimiento de la unidad de cuenca en la gestión de las aguas intercomunitarias es una garantía constitucional. Su cumplimiento obliga tanto al Estado como a las instituciones, usuarios y agentes sociales y económicos de los territorios afectados, haciendo así realidad el principio de participación y cooperación en la gestión de las cuencas hidrográficas, del que España fue pionera.
Creo, por último, que si el principio de unidad de cuenca ha permanecido inalterable y respetado por generaciones de políticos de distintas ideologías y por la totalidad de estudiosos y profesionales relacionados con la gestión del agua, es porque responde a valores que todos debemos compartir y, más aún, cuando se trata de gestionar un recurso natural escaso y vulnerable. Valores de eficiencia, equidad y solidaridad, cuya permanencia en la gestión del agua sólo la unidad de cuenca garantiza. Contribuir a su ruptura, por acción u omisión, sería un grave error, además de una gran irresponsabilidad.
Pedro Rodríguez Cantero es presidente de la Confederación Hidrográfica del Guadalquivir.