España está enferma, sufre de «hidroesquizofrenia aguda». Manuel Ramón Llamas, catedrático emérito de Hidrogeología de la Universidad Complutense (Madrid) es quien elabora el diagnóstico. Las causas: un paupérrimo control hidrológico por parte de la Administración y una intensa explotación de las aguas subterráneas de manos de los agricultores. Una revolución silenciosa a la que se suma la pública y larga tradición de conflictos hídricos entre regiones. Con la aprobación de los nuevos estatutos autonómicos, Llamas cree que se ha roto la unidad de cuencas hidrográficas nacionales. En España sobra agua, pero está mal gestionada, asegura.
—Las aguas subterráneas son un valioso recurso para un país semiárido como el nuestro. ¿Por qué, en cambio, se privilegian más las aguas superficiales?
—Así como las aguas superficiales se vienen utilizando desde hace 5.000 años (en Egipto, en la India, por ejemplo), el uso intensivo de las aguas subterráneas tiene sólo medio siglo de vida en países como España o Estados Unidos. En general, no existe control de las aguas subterráneas en ningún estado del mundo. Ante esta falta de planificación, los agricultores, que quieren mejorar su nivel de vida, actúan al margen de sus gobiernos, extraen aguas subterráneas por cuenta propia y las emplean en regadíos. Quizás tenga que ver con que durante muchísimo tiempo nuestros gestores del agua sólo se han preocupado por la construcción de embalses. Pero los sistemas de aguas superficiales fracasan cuando se suceden varios años de sequía. No se pueden construir hiperembalses de tamaño ilimitado; sólo darían de beber al sol, pues gran parte del agua se evapora si tiene que guardarse muchos años en ellos. Tanto las aguas superficiales como las subterráneas son beneficiosas si se utilizan bien. Lo malo no es la sequía sino la aridez mental.
—¿Estamos ante un problema que exige una solución de tipo ético?
—Contrariamente a lo que piensa todo el mundo, el agua no es un elemento esencial de riqueza. «Si no tenemos agua nos morimos» se oye a diario en muchas Comunidades Autónomas, como en Aragón, por ejemplo, cuando no es cierto. En España, hoy, como sector económico, el turismo es más importante que la agricultura. Y el 90 por ciento del agua consumida se destina al sector de la agricultura. La falta de transparencia, de educación ciudadana y de consenso político origina este desenfoque.
—¿Debe preocuparnos más la agricultura que el abastecimiento urbano?
—Cerrar el grifo cuando uno se lava los dientes está bien. Sin embargo, el agua para uso urbano representa sólo el 5-10 por ciento del total de agua dulce consumida en España. La agricultura es la que emplea el 90-95 por ciento restante. Y aquí reside la verdadera dificultad, pues sólo el 10 por ciento de esa agua ya produce el 90 por ciento del valor económico de nuestros regadíos. De modo que casi toda el agua de los regadíos se destina a productos de bajo precio que, perfectamente, se podrían importar desde otros países con igual coste o incluso inferior. Lo que era una situación lógica hace 50 años, cuando todos los países buscaban la seguridad alimentaria autárquica, ahora es un absurdo. La globalización favorece que te salga más barato comprar el trigo a Alemania o a Argentina que producirlo aquí. Pensar sólo en el regadío como principal aspecto de la agricultura española no tiene sentido hoy. Existen más opciones dignas de estudio: lugares dedicados a la conservación de la biodiversidad, a la caza, a la agricultura ecológica, etc. En cierta forma, buena parte de nuestros agricultores deberán convertirse en «jardineros de la naturaleza».
—¿El agua es una importante baza política?
—El agua se utiliza excesivamente como arma política, lo cual es lamentable. Los políticos se han servido del agua para ganar votos, y lo han conseguido en bastantes sitios. En Murcia, antiguo feudo socialista, el PSOE casi ha desaparecido como partido por aquello del «Agua para todos» propugnado por el PP. En Cataluña y Aragón, en cambio, ha ocurrido al revés, es el PP el que se ha quedado en la cuneta.
—¿Es posible un Pacto del Agua?
—Llevamos prácticamente veinticinco años con la misma Ley de Aguas (1985), que, además, declaró exentos de dominio público a aquellos pozos que se explotaban de forma privada antes de la norma, que eran la gran mayoría. La mentalidad de los agriculturores, como la de todos, es la de intentar pagar el menor número de impuestos. Al mismo tiempo, las Confederaciones Hidrográficas, encargadas del control de las aguas subterráneas de la noche a la mañana, no tenían ni la mentalidad ni los medios para llevar a buen término esta nueva tarea. De hecho los agricultores han continuado abriendo pozos de autoabastecimiento, que más bien podrían calificarse como alegales y no como ilegales. Algunos, como Felipe González, se han manifestado a favor de la necesidad de lograr un Pacto del Agua. Pero los partidos políticos no lo están intentando, todos buscan ganar votos con la gestión del agua. En el caso de Castilla-La Mancha, ni el PP ni el PSOE saben qué hacer con el trasvase Tajo-Segura porque no se habla claro al respecto.
—¿Se acabará derogando el trasvase Tajo-Segura?
—Es una incógnita. Comprendo la postura del gobierno autonómico de Castilla-La Mancha. También la de la Generalitat Valenciana y la del Gobierno de Murcia. Sin embargo, los tres mantienen la misma postura errónea: están otorgándole al agua un valor que realmente no posee, exagerando demasiado las cosas. Los manchegos se sienten agraviados en comparación con los catalanes, que sostienen que el Delta del Ebro es suyo, lo cual es anticonstitucional. Fue Zapatero quien abrió la caja de Pandora y convirtió a España en un reino de taifas: «El agua es mía». Y así Sevilla se ha quedado con el Guadalquivir, por ejemplo. La torpeza del presidente ha tirado por la borda cien años de política hidráulica española.
—La Directiva Marco del Agua (2000) pretende fomentar su uso sostenible, evitar la contaminación y paliar los efectos de las inundaciones y las sequías, entre otras cuestiones.
—La DMA es positiva, pero su aplicación en España va con mucho retraso. Ya se tenían que haber puesto a disposición del público los Planes Hidrológicos de Cuenca antes de aprobarlos y enviarlos a Bruselas, pero ni siquiera se sabe cuándo será esa presentación. No se conoce el porqué de este parón. España está perdiendo a marchas forzadas el prestigio que tenía ante la Comisión Europea en los temas del agua. Más urgente que montar simposios internacionales sobre sequía —el último tuvo lugar el mes pasado en Madrid— es cumplir con lo que está mandando.
—¿La sequía es un fenómeno normal?
—La sequía es un fenómeno natural en España. No han pasado nunca más de veinte años sin un ciclo seco largo. Lo que pasa ahora es que nos quejamos más y lo achacamos al cambio climático. Cuando aconteció la última sequía seria, en el 95-96, los precios de los productos alimenticios apenas subieron. La globalización permitió su compra a otros países: la sequía no se da al mismo tiempo en todo el planeta. Además, el transporte cada vez es más rápido y barato. España ya no sufre de hambrunas. Padecemos todavía algunas inundaciones, en general, poco importantes gracias a los embalses existentes. Y los daños producidos por la inundaciones se deben fundamentalmente a que el Ministerio de Medio Ambiente debería haber hecho hace treinta años un estudio sobre áreas sujetas a inundación. La gente construye en zonas inundables porque los alcaldes lo facilitan, por negligencia, por ignorancia y porque el terreno resulta más económico. Y luego todos los españoles debemos pagar los platos rotos.
—¿Daimiel, pese a las últimas lluvias, sigue en «coma ecológico»?
—Desde hace veinte años Las Tablas estaban en coma ecológico y probablemente van a seguir estándolo. Ahora ha llovido bastante, y esto les ha dado un respiro. El tema fundamental con respecto a Tablas de Daimiel no son los escasos hectómetros que el Gobierno ha transferido a la zona del Alto Guadiana; la crisis está en la agricultura, que se nutre del 90 por ciento del agua dulce subterránea. El nivel freático está 20-30 metros por debajo del de la superficie. La recuperación es improbable si, como predicen los profetas del cambio climático, las precipitaciones en el Alto Guadina disminuirán en el futuro.